NINA
Hola, me llamo Nina y soy una perrita de un año y medio, pequeña y de color marrón con el lomo negro, así que no entiendo por qué mi mami humana me llama muchas veces «rubia». Cosas de humanos.
Os voy a contar mi historia. No sé dónde nací, solo recuerdo que cuando era muy pequeña me encerraron en una jaula de dos metros por tres. Allí vivía, escondiéndome del frío y la lluvia en una especie de cabaña que me hicieron dentro de la jaula.
Tenía muchos amigos, pero todos ellos estaban también encerrados en jaulas. Nos reuníamos de vez en cuando en un recinto vallado para correr mientras limpiaban nuestras casitas. Yo vivía al final de la calle, por lo que solo tenía una vecina, muy simpática y curiosa, blanca con manchas marrones. Y aunque yo soy desconfiada y asustadiza, charlábamos mucho a través de la reja.
Hace poco más de cinco meses vi acercarse a una humana por el camino que daba a mi calle. Me escondí enseguida mientras mi vecina ladraba y saltaba, acercándose a la reja. Pero esa humana se paró delante de mi casita, se agachó y me llamó. Poco a poco me acerqué y vi que metía los dedos por los agujeros de la valla.
—¿A que te muerdo? —le ladré. Pero ella, claro, no me entendió y siguió intentando tocarme—. Ah, no, de eso nada, monada —volví a ladrar. Pero ella ni se inmutaba, seguía en su empeño por tocarme. Y finalmente cedí y me acerqué. Me habló con suavidad, dulzura y cariño, y me acarició la punta de la nariz, que es a lo único que llegaba. Yo pensé que entraría en mi casita y jugaría conmigo, pero entonces se levantó y se fue.
—¿Has visto? —dije a mi vecina—. Como todos los humanos que vienen a verme, se acercan y luego se van. ¡Antipática! —ladré con fuerza, pero ella ni se volvió.
Al poco rato llegó una de las humanas que me cuidaba, entró en mi casita y me cogió en brazos.
—Oh, oh, esto no es nada bueno —pensé mientras me llevaba dentro de la casa grande. Allí me puso sobre una mesa y me pincharon tres veces. Estaba tan asustada que ni ladré.
Luego me volvió a coger y me llevó a otra sala donde estaba esa humana que había venido a verme y me pusieron un collar y un arnés mientras la humana me hablaba. ¿O hablaban entre ellos? Estos humanos hacían cosas muy raras, porque se agachó para acariciarme pero hablaba con los otros.
—Maleducada —pensé. Pero me gustaban sus caricias y su voz, que era dulce y suave.
Y, hala, otra vez en brazos, con lo poco que me gusta que me cojan en brazos. Una de mis cuidadoras me llevó a un coche, me dejó sobre una manta en el asiento de atrás y me ató al cinturón de seguridad. Tenía mucho miedo y empecé a llorar.
Y, hala, otra vez en brazos, con lo poco que me gusta que me cojan en brazos. Una de mis cuidadoras me llevó a un coche, me dejó sobre una manta en el asiento de atrás y me ató al cinturón de seguridad. Tenía mucho miedo y empecé a llorar.
La humana, que se había sentado delante y hacía que el coche se moviera, ahora no recuerdo cómo se llama a eso, empezó a hablarme. Pero yo me bajé al suelo del coche y lloré aún más fuerte. Entonces ella alargó una mano y empezó a acariciarme. Me calmé y dejé de llorar, pero al hacerlo, la humana dejó también de tocarme.
—Con que esas tenemos, ¿eh? —me dije a mí misma. Y empecé a llorar otra vez. ¡Funcionó! Volvió a hablarme y acariciarme. Y fui todo el camino jugando a ese juego: o me tocas o lloro.
Al cabo de un rato, llegamos a un pueblo. Ella metió el coche por callejuelas estrechas hasta que lo detuvo frente a una casa baja. Salió del coche y me dejó dentro, atada y sola. ¿Os lo podéis creer?
—Qué cara más dura —pensé—, se va y me deja.
Pero me equivoqué. A los pocos segundos abrió mi puerta, me ató y me bajó del coche. Yo no quería andar, estaba enfadada y asustada. Pero entonces ella se agachó y empezó a hablarme. Me decía que había llegado a mi nueva casa, que estaría muy bien y que nadie me haría daño. Pero yo no quería andar, aunque los olores que me llegaban eran nuevos y atrayentes.
—Vale, está bien —dijo, cogiéndome. Y otra vez en brazos.
—¡Que soy una perrita, no un muñeco! —Estuve a punto de ladrarle, pero ella ya había entrado en la casa y me estaba quitando el arnés. Me quedé quieta, mirando a todas partes.
—Guau, esto es muy grande —ladré sin poder evitarlo. Ella me miró, riendo, como si me hubiera entendido. Pero yo sabía que no era así.
Entonces vi que había allí un humano, al que ella llamaba papá, que me llamaba y me tendía la mano. Me gustó, llevaba barba blanca y sus ojos destilaban cariño, así que me acerqué y él empezó a acariciarme.
—Qué bien —pensé, meneando mi pequeña y corta cola—. Cuánto cariño para mi solita.
Mi mami, así se describió ella, me puso en el suelo un cuenco con agua y otro con pienso, además de una camita con una colchoneta y una cestita con juguetes, y me dijo que todo era para mí. La miré sin creérmelo.
—¿Todo esto solo para mí? —pensé—. No puede ser.
Pero sí lo era. Empecé a ir de un sitio para otro olisqueando e investigando y, para mi sorpresa, había más habitaciones. Entré en ellas con miedo, pero no me dijeron nada, ni gritos ni nada. Yo los iba mirando y veía que me observaban sin disimulo. Parecían felices. Y entonces descubrí que hasta tenía un patio donde me daba el sol. Entré corriendo en la sala y, de un salto, me subí a un sillón. Los oí reír. Mi mami se me acercó y empezó a acariciarme.
—Qué lista eres. Prefieres el sillón a la colchoneta —dijo.
—Soy perra, pero no tonta —pensé mientras la miraba con carita de niña buena.
Fueron pasando los días y vi que me querían mucho. No solo por cómo me trataban, también por todo lo que me daban: paseos, comida, chuches, juguetes, caricias, cariño. Era muy feliz. Y entonces la fastidié, o no, sigo pensando que la culpa fue de mi mami. Ya era de noche y ellos se fueron a dormir. Yo no tenía sueño y me aburría, así que empecé a investigar y vi en el suelo, que conste que estaba en el suelo, un hilo negro.
—Está en el suelo, es mío —pensé, y empecé a morderlo hasta que lo partí. Qué bien me lo pasé.
A la mañana siguiente, en cuanto mi mami se levantó, la oí que refunfuñaba. Cogió el cable —ahora sé que era un cable— y me lo enseñó, riñéndome y preguntándome qué había hecho.
—Ya está, aunque es culpa suya por dejarlo en el suelo, la he fastidiado. Ahora me devolverán a la perrera —pensé. Así que para evitarlo, puse mi mejor carita de perrita buena, empecé a saltar sobre ella y a lloriquear.
Y funcionó. Si es que estos humanos son muy predecibles. Mi mami sonrió, me acarició y me dijo que no lo hiciera más.
—Narices —me dije a mí misma—. Como vuelvas a dejarlo en el suelo me lo vuelvo a comer.
Pero mi mami es muy lista y nunca más me lo ha dejado. Cachis.
Y aquí termino mi historia. Soy muy feliz.
Tengo una familia humana que me quiere mucho, me deja que me suba a los sillones y a las camas, que me dan mucho, pero que mucho cariño, aunque a veces me riñen porque hago algo mal, pero nunca me pegan ni me atan o encierran en la calle. Me dan chuches y buena comida, juguetes y unos paseos en los que corro y juego con unos amiguitos que he hecho. Yo también los quiero mucho.
Pero hay una cosa que no entiendo. Mi mami, cuando se levanta del sillón y yo corro a ocupar su sitio, me mira y me dice:
— Tienes un morro que te lo pisas.
¡No! Yo no me piso mi bonito morro, os lo aseguro. No tengo ni idea de por qué me dice eso. Ay, esos magníficos humanos.
María R. Samón
María R. Samón Escritora |
Que divertido y bonito. Me encantaría leer más aventuras de Nina.
ResponderEliminarHe leído la primera obra de esta escritora, que aunque novel, ya se perfila como una gran escritora del género policiaco.
¡Nos alegra que te haya gustado el relato! muchas gracias por comentar y por leer a autroes novel.
EliminarMuchísimas gracias por tus comentarios. Me alegro que te haya gustado tanto el relato como la novela. Un abrazo
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