El hombre, desnudo por completo,
termina de asearse en la pila de agua que hay frente a la entrada de su casa.
El día ha sido duro en el campo y el calor ha influido en su desgaste físico.
Ahora, ya atardeciendo, una vez
refrescado todo su cuerpo con agua limpia, se siente revitalizado. Retira la
cabeza sumergida en el agua y luego sacude su pelo con movimientos enérgicos,
como un perro mojado. Toma aire inspirando fuertemente por la nariz, saboreando
el perfume a heno que el viento le trae de campos cercanos. Con sus propias
manos hace que el agua resbale y caiga hacia el suelo desde su poderoso pecho.
Aunque relajado, todos los
músculos de su cuerpo pueden contarse uno a uno. Recoge sus cabellos
enmarañados con las palmas de las manos, empujándolos hacia atrás, y luego se
vuelve al escuchar un sonido familiar. Es el suave trote de Fantasía, su
precioso y mejor corcel que, como cada tarde, acude a recibirle.
El hombre observa orgulloso la
silueta del animal recortada sobre un paisaje crepuscular de ígneas tonalidades
anaranjadas. El sol, casi oculto por completo, parece resistirse a sucumbir
ahogado bajo la línea del horizonte. Más arriba las nubes se han teñido de rosa
pálido. Por esas tierras es el inequívoco augurio de lluvia inmediata.
Fantasía, una jaca de finos
movimientos y sangre árabe, comienza a impacientarse. Se alza sobre sus patas
traseras y chilla mirando al cielo, dándole tiempo en ese intervalo hasta caer
sobre la tierra, a trazar cabriolas en el aire con sus manos delanteras.
Hombre y animal conocen la rutina
de lo que viene a continuación, es una complicidad antigua entre ambos. Él se
dirige a su montura excitado por la llamada y de un ágil salto sube a su grupa.
La yegua flexiona ligeramente su cuerpo al recibir el peso del jinete, luego
levanta la cabeza y sacude la crin agradecida. No es necesario que reciba la
orden de ponerse en marcha. Sabe de memoria lo que viene a continuación. De
todas maneras él le acaricia el dorso con un par de palmadas al tiempo que el
trote ha comenzado.
La estampa de hombre y
cabalgadura es la de una perfecta simbiosis mimetizándose con el entorno casi
surrealista del anochecer.
Lentamente se van alejando hacia
campo abierto. El corcel contiene su paso, aún contra lo que pide su instinto, sabedor
de que cuanto más retrase la marcha, más satisfactorio y duradero será el
paseo. El hombre, a medida que siente aumentar el calor animal por debajo de su
vientre, unido al suave balanceo del movimiento, se va excitando por momentos y
le apetece una loca carrera, por lo que de forma gradual va imprimiendo más
presión con su pelvis al tiempo que aprieta sus muslos contra la cabalgadura en
un intento sin palabras de incitar a su
instinto.
De un caminar pausado pasan a un
ligero e increscendo trote. Él se aferra a los penachos de la crin a modo de
riendas espoleando al animal para que aumente la velocidad y éste, obediente,
se lanza a una loca carrera de galope
tendido.
Suben una empinada senda
flanqueada de trigales atestados de amapolas. Luego, al llegar a la loma y
tomando nuevas energías, comienza un distinto galope hasta que el corcel se
desboca sobre una pradera de verde aceituna.
La carrera parece estar condenada
al suicidio. A cincuenta pasos de distancia, la mullida alfombra de yerba está
cortada a cuchillo asomándose al vacío de un precipicio.
Parecen ignorar el peligro,
hombre y bestia no piensan, sólo sienten la maravillosa dicha del disfrute, del
gozoso placer de ser uno con el viento. Todo desaparece ante sus ojos durante
un instante que es eterno.
En el momento justo de evitar el
inminente desastre, él se aferra con todas sus fuerzas a la melena que enreda
sus manos y frena en seco la marcha. La jaca se alza encabritada hacia el
cielo, relinchando con furia salvaje, resoplando y trazando signos invisibles
en el aire, por lo que el hombre cae lentamente hacia atrás, resbalando como en
cámara lenta sobre la grupa, hasta llegar al suelo; extenuado, complacido.
En la pared contraria al acantilado cae, con
ruidosos borbotones, una cascada de agua formando nubes de espuma blanca como
algodones.
Luego, durante un espacio de
tiempo indefinido, la nada.
Después, recuperado el aliento,
el jinete se retira despacio hacia atrás, empujando con suavidad las hermosas
nalgas de su compañera hacia delante,
Abrazados, no tardan mucho los
amantes en quedarse profundamente dormidos.
FIN
Andrés Hernández Escritor |
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